¿Aceptar como inevitable las consecuencias de la tecnología cibernaútica ejercida en nuestra cultura y familia en aras del progreso actual? ¿Confiar en que la usarán prudentemente? ¿Espiar a nuestros hijos para salvaguardar su integridad de nefastos efectos o de los ciber-depredadores que asechan su inocencia? ¿Prohibir el uso de la tecnología en casa salvo nuestra presencia junto a ellos?
Son posiciones extremas –inclusive la de confiar en la prudencia de un hijo en formación- y desenfocan la verdadera complejidad del asunto, -complejidad- que según nos dice German Doig en su libro “El desafío de la tecnología”, en el que sustento parte de este artículo, puede atrapar en un laberinto al ser humano desprevenido. El uso o abuso de la tecnología dentro de nuestros hogares puede escabullirse sutilmente si simplemente le permitimos insertarse en la cotidianidad.
Pero es tan fascinante vivir globalizadamente, donde el tiempo y las distancias son inmediatas, viviendo en un planeta cada vez más pequeño y sintiendo una movilidad virtual casi absoluta. Se vive otra era.
Homo technologicus, lo llama Giuseppe Longo, según el estudio de Doig, ellos -esa generación tecnológica- ha co-evolucionado con las máquinas en una simbiosis tal en la que la vida ya está condicionada por ellas.
Sus relaciones con la naturaleza, consigo mismo, con los demás y con Dios no son las mismas. La cultura tecnológica en la que emergieron cohabitó con ellos y los fue formando con otras características.
La pregunta fundamental sería: ¿el uso de la tecnología que hacemos nosotros o hacen nuestros hijos es un instrumento que nos dignifica?. Porque “no todo lo que es posible tecnológicamente debe ser aceptado” (G. Doig).
Ya tenemos ciertos resultados de esta co-evolución con la interacción tecnológica representada principalmente por las computadoras cada vez más pequeñas gracias a la nanotecnología.
El diálogo suele verse perjudicado, se usa la simultaneidad, pantalla y persona, persona y pantalla. Los juegos pueden llevarnos a una experiencia virtual que confunde la realidad con la ficción, que nos desconectan temporalmente del mundo. Internet, es aquello que Enrique Dans, experto en investigación y opinión acerca de los Sistemas y Tecnologías de Información cataloga a través de su blog como “un sistema de bidireccionalidad en el que todos podemos decir algo y tener voz,… el desarrollo de herramientas de publicación sencillas han permitido que, los usuarios creen y publiquen sus propios contenidos. Y allí está el verdadero cambio en la ecuación comunicativa: antes el usuario era un mero receptor de información, hoy puede producirla, crearla, hacerla escuchar, como si tuviese su propia radio, su propio canal de televisión”.
YouTube, tan usado por nuestros jóvenes, les da posibilidad de “subir” a la red lo que filmaron con un pequeño celular o cámara fotográfica: lo que hicieron, lo que quisieran hacer, lo que son, escribiendo sus propios guiones, o sus comentarios, sin restricciones y esto representa una nueva ventana de liberación, distinta a las de otras generaciones. Hay que aprender a manejarla.
“El problema nuclear -nos dice Jesús González Requena- autor de varios libros sobre cinematografía y televisión, es la desaparición de todo límite para la mirada. En el mismo momento que lo damos todo a ver no nos quedamos con nada para nosotros y sobre todo para aquel otro al que pudimos haber llegado a dar algo”. En efecto, todo es exhibible, todo es expresable, todo es mostrable. Nada o casi nada, da vergüenza hacer, ni subir a la red. Sirve para divertirse, reírse, socializar, simular.
“Y la posibilidad de que la persona sea o exista -dice Gonzalez Requena- y se respete a si mismo es que pueda construir un espacio interior y no se puede construir un espacio interior si no se pone un límite para la mirada. Así es que el problema de la red no es su tecnología sino el espectáculo loco que se ha disparado con la coartada de la libertad de expresión.”
Pero, ¿Cómo nos construimos ese espacio interior si cada evento del día debe ser fotografiado para luego ser compartido? ¿Cómo degustamos espiritualmente conversaciones de pantalla… a riesgo además, de que luego pueden ser reenviadas, editadas o tergiversadas?
Cuando el show antecede a la experiencia interior se pierde el disfrute de la vivencia humana -espiritual- real. Si la foto, el video y el mensaje de texto emergen antes que el sentir personal ante una instancia de vida, se tiene ya distorsionado el sentido natural de disfrutarla auténticamente. Habría que re-aprenderlo, habría que sanarlo para volver al origen del laberinto en que se deformó desde el inicio. ¿Cómo están disfrutando los momentos de la vida nuestros hijos?
Ignace Lepp, sacerdote, psicoanalista, en su libro, La comunicación de las existencias, indica que “solo podemos ser nosotros mismos gracias a los seres que nos rodean”, no dice gracias a las máquinas con las que interactuamos.
No hay duda, “es un desafío que exige un serio esfuerzo de discernimiento y que debe ser sopesado con prudencia” (German Doig.) Hay riesgos y nada puede ser definido de forma absoluta en cuanto a los beneficios o perjuicios de la tecnología, pero con seguridad no es neutra, más bien es una ambigüedad de propuestas, ofertas, posibilidades, digna de sopesarse en el día a día. Ni tecnófobos, ni tecnofilos, como los llama Doig. Los primeros creen en el paraíso digital y los segundos en cambio denuncian con energía la tecnologización creyéndola mala. La tecnología debe estar bajo nuestro dominio y no nosotros bajo su esclavitud. Enseñar, prevenir, mesurar en nuestras familias su uso para que aquellas nuevas ventanas que nos liberan no mermen nuestra capacidad de comunicarnos y no nos acomoden en la engañosa irrealidad de tener hijos tranquilos gracias a la conectividad individual, que separa las almas dentro del mismo hogar.
Ambiguo. Siento que es lo que mejor la define. Compleja. Y por eso mismo toca asumir el liderazgo que como padres tenemos de que no deforme nuestras vidas sino que sirva como herramienta de autoeducación, de superación, de investigación, de comunicación.
Bajo nuestro señorío, logrando que contribuya a humanizarnos, a cumplir mejor el plan de Dios sobre cada uno de nosotros y no a distanciarnos de este. Autoanalizarse, analizar a la familia y su relación con la tecnología. No es un desafío fácil-dice Doig. Me sumo a él. Habrá que liderar esa reflexión desde la responsabilidad de padres. Hay pocos educadores preparados para ello y solo en la convivencia íntima de una familia puede sopesarse el efecto real de la tecnología en el alma de cada hijo.
María Helena Manrique de Lecaro
Directora de Orientar
Revista Vive, 2009