Recuerdo que podía presenciar las fiestas de Independencia de Guayaquil con el privilegio de vivir en el centro de la ciudad, nada menos que desde un noveno piso de la Avenida 9 de octubre, frente al Diario El Universo.
Habían comparsas, tambores, exhibiciones de diferentes grupos uniformados, carros alegóricos muy adornados y mucha, mucha gente en la vereda, disfrutando del espectáculo que constituían los desfiles de las unidades de élite de nuestras fuerzas armadas, así como la gallarda presencia de los estudiantes de los colegios de la ciudad.
A pesar de las multitudes que se concentraban en esos días, no recuerdo ninguna paranoia alrededor del robo, la delincuencia, el secuestro express o el sicariato. Desde pequeña caminaba por las calles del centro con bastante seguridad y dominio evadiendo los piropos no precisamente románticos de los pelafustanes callejeros. Esa era la única amenaza que recuerdo de mi caminar por el centro durante la mayor parte de los años en que me movilizaba a pie, a pesar de cierta preocupación que recuerdo de mi abuela, cuya casa era era uno de mis destinos más comunes.
Cuando fui mayor y nos cambiamos de domicilio, comprendí todo lo que había disfrutado de mi Guayaquil cuando era niña. Viviendo frente al edificio de El Universo, mi cercanía con el diario se daba no solo porque el periódico llegaba a casa, sino porque ellos eran mis vecinos y podía sentirlos como amigos cercanos. La Estación de los Bomberos frente a nuestro balcón fue en ciertas ocasiones el blanco de algunas travesuras entre hermanos y primos, con el consecuente reclamo por parte de sus miembros y el castigo de nuestros padres.Algunos peatones inocentes sufrieron de nuestra acertada puntería en tiempos de carnavales. Durante la estación invernal. comí mango en funda cada vez que tuve oportunidad. Compré pulseras a los híppies de las aceras y recuerdo la sensación de llevarlas puestas en mis muñecas, como un símbolo de mi adolescencia. Ninguna de mis amigas las tenía en el colegio, lo que me permitía presumir ante ellas e inclusive venderlas como una gran novedad. Aprendí a manejar y a estacionarme en los pequeños espacios que se dejaban entre un carro y otro.
Crecí, y al cambiar de barrio cambié también de estilo de vida y en el fueron creciendo mis hijos… alejados del centro de mi ciudad natal. Cuando vi el temor que sentían al cruzar una calle, aún tomando sus manitos, comprendí que ellos debían tener la experiencia de vivir su ciudad desde el verdadero centro y aprender a amarla aunque su convivencia con ella tuviese que ser un amor a la distancia. Los llevamos, la caminamos, alimentamos a las palomitas del Parque de la Iglesia San Francisco, recorrimos el Malecón, comieron en la esquina de Don Pepe, aprendieron a movilizarse en la Bahía y afortunadamente algunos trabajaron allí involucrándose mejor con su sabor e idiosincracia.
Sé que muchos nos amurallamos y otros tuvieron que enrejar sus casas que la mayoría camina o conduce un vehículo con un alto nivel de preocupación frente a la delincuencia, que se evaden los paseos sin protección y se buscan aquellos que nos encierran entre paredes o pantallas, pero creo también que se pierde al desconocer esa ciudad de vitrinas, de parques con personas extrañas, de mendigos que lamentamos pero que son parte nuestra, de charoles de mangos o ciruelas (ahora intermitentemente presentes en ciertas esquinas), de iglesias grandes y escapularios, velas y rosarios en sus afueras, de problemas de parqueo y de personas que te chocan al cruzar las aceras.
Si estás cerca en buena hora, pero si estás lejos de ella acuérdate de visitarla porque eres parte de ella y porque al presentársela a tus hijos les das la oportunidad de conocer su origen y defenderla cuando ella y sus ciudadanos lo requieran.
María Helena Manrique de Lecaro
Directora de Orientar
Club de Suscriptores, 2012