El vínculo con mi padre era fuerte y siempre me sentí amada, respetada y engreída por él, aunque éramos cinco hermanos y jamás demostró preferencia por ninguno. Pero hay episodios en mi historia, como en la de todos, que marcaron momentos y decisiones clave que hoy quisiera compartir con ustedes.
Por circunstancias especiales, alrededor de mis 21 años, mi padre debía emprender un viaje fuera del país sin una fecha de retorno. Para ese entonces, mi enamoramiento con el hombre de mi vida había madurado suficiente como para sospechar que se avecinaba la propuesta de matrimonio y que la boda probablemente coincidiría con la ausencia de mi padre.
Temiendo aquello, me acerqué una mañana y le dije: “¿Papi, y si Rafael me propone matrimonio? “Inmediatamente me contestó: “Mi hijita, sigue el rumbo de las cosas aunque yo esté ausente, has lo que tengas que hacer”. Esa respuesta me dejó perpleja por la seguridad que transmitía y la confianza que demostró sobre mi decisión. Además, valoro su respeto hacia mi y a mis tiempos. De esta manera, con certeza y claridad, acepté la propuesta de matrimonio del hombre con quien he formado una familia y hemos sido felices desde hace 28 años.
Mi carrera universitaria a esa edad estaba inconclusa y muchos aspectos de mi madurez también, pero lo esencial estaba presente y es indudable que mi padre, amándome y conociendo a mi enamorado, lo sabía.
La paz y alegría con que transcurrieron mis preparativos, y luego mi boda, a pesar de la ausencia de mi padre pero con la activa y constante presencia de mi madre, y de haber sido entregada en el altar por mi abuelo, fueron gratificantes, en parte por ese diálogo anticipado con mi padre y que hoy valoro como un regalo profundo de vida.
La experiencia de filialidad –de cómo viviste como hijo- te acompaña para siempre a lo largo de tu vida. Esa es la raíz de cómo va uno por el mundo consigo mismo y con los demás. La protección, cobijamiento y seguridad, las brinda un padre o una madre y es el contingente para un desarrollo sano de la siquis de toda persona. Pero cada uno, el padre y la madre, complementarios por naturaleza, brindan algo diferente al hijo. Y el padre infunde la seguridad, un cobijamiento a la razón de vivir del hijo y transmite además la forma en que se ha de conquistar al mundo, a los amigos, al entorno social, laboral, etc.
Generalmente la autoestima sin fundamento sólido se debe a una insuficiente aceptación de los padres o de uno de ellos hacia los hijos que genera en el alma las heridas de amor que luego se manifiestan en, sentirse amenazados permanentemente por otros y no tolerar la más mínima crítica; en ser buscadores ansiosos de afecto y aprobación fuera del hogar; o en ser personas huidizas ante los riesgos o conflictos de la vida cotidiana. Cada padre revive de alguna manera su experiencia de hijo, al ser padre. Si tan determinante es en la vida de los hijos su función, vale la pena cuestionarnos hondamente que nos hirió y que nos dio seguridad a fin de enmendar con el hijo aquella historia y no repetirla inconscientemente hiriendo a quienes más amamos; o si la vivencia fue positiva, evaluarla para ver como la potencializo ,y personalizo para cada uno de mis hijos.
Mi anécdota revivió en mí, muchos años después, todo lo que infundió mi padre en mi vida y en aquella experiencia ante mi matrimonio. Hoy que mi hija se casa a los 21 años pienso en lo que viví como hija, pretendiendo regalarle aquella seguridad y alegría que me dio mi padre.
Maria Helena Manrique de Lecaro
Directora de Orientar
Revista Vive, 2013