En la histórica lucha hacia la igualdad de los géneros, que nos permitió gozar de tantos derechos antes vedados para la mujer, quedó un saldo en contra.
Ganamos igualdad de oportunidades profesionales y laborales, decisiones en nuestras propias vidas y en las de otros, incursión política y participación ciudadana. Y aunque estos progresos no se hayan dado en todos los países o segmentos de la sociedad, al haberse conquistado en muchos de ellos ya pueden ser una aspiración para quienes aún no los tienen.
Pero, como dice el Psicodramatista Dalmiro Bustos, “cuando se es privilegiado se tiende a aceptar el privilegio sin medir el precio que se paga por él”. (1) Y el precio ha sido alto: una nueva mujer que hoy es apreciada por valores ajenos a su esencia vital.
Mas allá de todas las potencialidades que la mujer pueda desplegar en cualquier ámbito y los roles que está capacitada para ejercer, la antropología marca una constante en ella. La mujer es vinculación y acogida, remite a un centro común y siempre es potencialmente madre, aunque biológicamente nunca lo sea.
La feminidad no es cultural como algunos propugnan. Las propias características anatómicas de la mujer son receptivas y permiten acunar y proteger permitiéndole también en lo afectivo y espiritual desenvolverse de forma natural hacia un otro, en el servicio, en el sacrificio, en la entrega. La mujer es alma y el alma convoca.
Nos confundió esta igualdad con el hombre, compitiendo con ellos por un desempeño que nos hizo creer que valíamos más si nos parecíamos más a ellos, olvidando así nuestra verdadera esencia del ser.
Se perdió la conciencia de ser mujer, el orgullo de ser femenina y la responsabilidad de cumplir la propia misión especifica. En el fondo, nos masculinizamos. Los contrarios están supuestos a oponerse y distinguirse. Pero hoy parece que hombre y mujer reflejan, por su conducta, más similitudes que diferencias y escasa complementariedad.
Estar desvalida interiormente es parte de ese saldo en contra, y esto se demuestra en la excesiva necesidad de sentirse aprobada por atributos externos: unos senos prominentes (auténticos o logrados); una sensualidad agresiva que no requiere iniciativa masculina; una competencia social en cigarrillo, alcohol, sexo y diversión bastante equiparable a los modelos extranjeros con que la poderosa influencia mediática educó a las últimas generaciones.
Y aunque estos comportamientos no sean la verdadera fuerza del ser femenino, están tan interiorizados por una gran mayoría que ya no se sabe quién es la mujer verdadera.
Hoy ella está segura de ser capaz de conseguir logros profesionales, laborales, políticos, de conquista… pero no está tan segura de si ha ganado en realización personal, en sentido auténtico de la vida. Sin ninguna etiqueta de “warning”, esta nueva mujer se nos presenta totalmente funcional en una dimensión materialista y sensual pero disfuncional en su afectividad, en su orden de prioridades, en su capacidad para ser fiel, para reconciliar, unir, y servir, en síntesis: discapacitada en su capacidad de amar.
Así el panorama, la tarea para quienes educamos no es fácil. Es necesario ayudar a la mujer a rescatar su auténtico ser femenino, sin complejos frente a la movilidad del mundo masculino, con la seguridad de que su aporte de mujer no sólo es enriquecedor, sino imprescindible para la cultura de hoy. La educación de la mujer puede redirigirse hacia el horizonte de un reencuentro consigo misma, que nos devuelva su ternura, su don de acogida, que devuelva el alma al mundo.
María Helena Manrique de Lecaro
Directora de Orientar
Revista Vive, 2006