Nos hablamos poco. El ajetreo diario deja escaso espacio para el encuentro de pareja y el que queda se usa para las cosas que deben funcionar bien, para aquello que urge, o que hay que atender. El diálogo es a veces de bomberos, un diálogo de fuego en el que se incendian los egoísmos, las intransigencias y entonces las grietas se convierten en diques. Muchas veces esperamos que el otro sea lo que nosotros soñamos y que esa sea una condición para amarlo en plenitud y luego escucharlo con apertura. Pero ese momento difícilmente llega. Llega la muerte primero antes que convertir al otro en aquel ser imaginario.
Mientras tanto, proyectamos en el otro nuestras insatisfacciones y de retorno recibimos lo mismo, formando una espiral de infelicidad que sí tendría fin si invertimos la actitud. Amarlo por lo que es, creer en él a pesar de todo, perdonarlo por sus errores. Cuando una persona se siente amada por sí misma abre su mente y corazón a las propuestas de cambio y empieza a transformarse. El amor es difusivo de sí y se regresa en buenas actitudes, en entrega más auténtica, con oídos para entender, con ojos para comprender.
Programar una vez al mes un encuentro de pareja, de esposos que quieren hacer un diálogo que deje esa delicia interior de sentirse escuchado y amado implica hacer un vacío interior que acoge al otro sin prejuicios, sin listado de errores del pasado (que cuentan desde el día anterior) y que permite hacer un “yo en ti y tú en mí” y en consecuencia una sola carne. “Crea el clima, relájate, ora, dúchate, perfúmate, tranquilízate, ponte en paz”. (Manuel Iceta)
Dispónte a querer agradarle y a transparentarte, a compartir tus secretos y angustias, tus gozos y tus anhelos. Perdónalo miles de veces. Fusiónate con el otro para que goces del regalo más grande para el que hemos sido llamados: vivir en abundancia, en abundancia de amor por una entrega que al vaciarnos permite llenarnos cada vez de mayor felicidad.
Maria Helena Manrique de Lecaro
Directora de Orientar